martes, 11 de febrero de 2014

Cinco segundos.



Siempre he sido de las que guardan las cosas. Muchas veces, a pesar de que sean objetos ya inservibles por el uso, por el paso del tiempo, soy incapaz de tirarlos, de aceptar que ya no son útiles. Quizá haya extrapolado esa excéntrica manía a mi relación con las personas. Y tal vez, sólo tal vez, sea ahora cuando me doy cuenta de que con los sentimientos pasa lo mismo, que por mucho que intentes arreglarlos, van a seguir igual de estropeados. Peor incluso, el estropicio será mayor cuanto más empeño pongas en tapar las heridas. He aprendido mucho en muy poco tiempo, he crecido. Y sí, han sido esos cinco segundos de valentía, esa recomendación por parte de una amiga, ese inténtalo que resonó ahí dentro, en esa cabecita que ni yo misma entiendo, en ese extraño laberinto de ideas contrapuestas, donde ha surgido algo maravilloso, algo terrible, algo que me aterra y me hace también, por desgracia o quizá por suerte, sentir viva. Ha sido ese jodido olor, o esa presencia incansable. Tal vez el sonido de la lluvia en el momento oportuno, o esas risas pasadas por agua.  Esos gestos, que nunca abandonan. La incertidumbre de no saber, o de no querer saber, de no atreverse ni siquiera a huir. Pero, dejando todo eso a un lado, y conociendo mi incapacidad de abandonar viejas costumbres, vuelve el ojo del huracán, y esos cinco segundos, esos adorados cinco segundos, continúan guardados. Y algún día me diré a mí misma, algún día que me brillen los ojos y que mi sonrisa sea de felicidad, que he utilizado esos cinco segundos, que he dejado de conservar banalmente y los he invertido, en más sonrisas, en más caricias, en más noches o en más días. En fin, en más vida.