viernes, 11 de diciembre de 2015

Nuestro Dormilón.

Caminaba jugando al ahorcado con las antiguas baldosas del suelo, intentando no pisar aquella que pudiera descubrir una letra fatal. Miraba las nubes grises del cielo, lánguidas como su alma, imperturbables como su corazón, que ya había perdido mucho tiempo atrás a ese conocido juego. Observaba el vaho que dejaba su aliento, como una sombra de la esencia que, en algún momento, había tenido dentro. Entonces ocurrió, de repente la vio, todo se trastocó. Sintió su interior resquebrajarse, rompiéndose lentamente en mil pedazos, notando cómo iban cicatrizando todas las heridas antes abiertas, incurables. Notó una mueca en su cara, un gesto que hacía muchísimos años que no percibía con tanta claridad, tan sincera, tan real, una sonrisa. Apuró el paso, los bajos de su abrigo volaban embestidos por el fuerte viento, la bufanda se le aflojó, la vio ascender ante su cara y, sin poder evitarlo, ella desapareció, se había ido. Tuvo un impulso, una visión, comenzó a caminar mucho más rápido, sus zapatos golpeaban con brío las húmedas piedras, la imponente figura de la catedral lo observaba desde lo alto, como si se burlase. No podía permitirlo, era su oportunidad, la única que tenía. Comenzó a correr, el pelo al viento, la vista la frente, conducido hacia un único fin.
La chica acarició suavemente las astillas y resquicios del banco de madera con sus dedos, sintiendo la humedad y el frío colarse entre sus yemas. Miró al cielo, las nubes negras hacían juego con su mente desolada, corrían parejas a sus sentimientos, a su sensación de abandono, a su gran vacío interior. Entonces ocurrió, de repente lo vio, todo se trastocó. Las piezas encajaron, el puzle de su vida cobró sentido, estaba llena, completa. Se sentía eufórica, en una nube, como si esos finos retazos en lo alto significasen de repente algo maravilloso, una buena señal. Sintió sus labios rojos curvándose, las comisuras de sus ojos elevarse, y sonrió. Sin siquiera poder evitarlo, una ráfaga de aire atacó inesperadamente su sombrero, su pelo largo inundó su vista de color café, y lo perdió, perdió esa maravillosa visión. Se sonrojó, tembló, no podía permitirlo, no podía dejarlo escapar, no ahora, tenía que recuperarlo. Se arrancó, comenzó a correr, sintió sus tacones retumbando, su corazón bombeando mucho más rápido de lo que había ido jamás, su vestido revoloteando. Cruzó la ciudad guiada por una premonición. “Casualidades”, se repetía, “casualidades”.
Él se guiaba por su instinto, náufrago de la noche, buscador de sueños. Corrió con su imagen en la cabeza, corrió sin mirar atrás, atravesó parques, saltó charcos, paró coches a punto de ser atropellado. Le daba igual, la vida no tenía sentido sin ella, era lo único que sabía. Tenía que encontrarla, tenía que decírselo. Apartaba a la gente, tan insignificante, tan pequeña en comparación con un corazón tan grande, tan lleno de vida, tan ilusionado. Rodeó puestos, saltó, en el proceso, los muros de su alma.
Ella esquivaba personas a su vez, ligera como un pajarillo, perdida entre pensamientos de anhelo, de sentirse encontrada, de necesitar encontrarse en él. Alargó un brazo sin aminorar la marcha, su cabello ondeaba con la fiereza de un barco de vela en una tempestad, cogió una capa mal colgada de un puesto callejero, escuchó gritos, escuchó pasos, le dio igual, se rió a carcajadas sin aliento, se rió soltando toda esa rabia acumulada, todo ese miedo escondido, se rió de lo absurdo de la situación, de lo poco que nadie lo comprendía. Y en su cabeza una única imagen, un solo pensamiento, una convergencia de colores y texturas: él.
Murmullos a gritos de pasos agigantados por el final esperado, lluvia, cabellos húmedos, sudor frío, tiritonas, ropas pegadas, sentimientos demasiado grandes para cuerpos tan diminutos. De repente, la visión volvió, la imagen, real, clara, precisa y en movimiento. Ella dobló una esquina, derrapando, él salió de una bocacalle, sin aliento, y sucedió. Se miraron, se vieron como si fueran a desaparecer en cualquier momento de nuevo, atrapados el uno en el otro, como si quisieran desgastar sus imágenes, tan perfectas cuando se juntaban, maravillosas. Se acercaron, se rozaron, descargas eléctricas los invadieron, respiración entrecortada, sonrisas de satisfacción en los labios, de reconocimiento. Juntaron en el aire sus respiraciones, acercaron sus húmedas bocas, sonrieron, sonrieron de verdad por primera vez y, antes de que se besaran, un segundo antes de que lo inevitable sucediera y el mundo despertase por vez primera, él susurró: “Te amo".