Caminaba
jugando al ahorcado con las antiguas baldosas del suelo, intentando no pisar
aquella que pudiera descubrir una letra fatal. Miraba las nubes grises del
cielo, lánguidas como su alma, imperturbables como su corazón, que ya había
perdido mucho tiempo atrás a ese conocido juego. Observaba el vaho que dejaba
su aliento, como una sombra de la esencia que, en algún momento, había tenido
dentro. Entonces ocurrió, de repente la vio, todo se trastocó. Sintió su
interior resquebrajarse, rompiéndose lentamente en mil pedazos, notando cómo
iban cicatrizando todas las heridas antes abiertas, incurables. Notó una mueca
en su cara, un gesto que hacía muchísimos años que no percibía con tanta
claridad, tan sincera, tan real, una sonrisa. Apuró el paso, los bajos de su
abrigo volaban embestidos por el fuerte viento, la bufanda se le aflojó, la vio
ascender ante su cara y, sin poder evitarlo, ella desapareció, se había ido.
Tuvo un impulso, una visión, comenzó a caminar mucho más rápido, sus zapatos
golpeaban con brío las húmedas piedras, la imponente figura de la catedral lo
observaba desde lo alto, como si se burlase. No podía permitirlo, era su
oportunidad, la única que tenía. Comenzó a correr, el pelo al viento, la vista
la frente, conducido hacia un único fin.
La
chica acarició suavemente las astillas y resquicios del banco de madera con sus
dedos, sintiendo la humedad y el frío colarse entre sus yemas. Miró al cielo,
las nubes negras hacían juego con su mente desolada, corrían parejas a sus
sentimientos, a su sensación de abandono, a su gran vacío interior. Entonces
ocurrió, de repente lo vio, todo se trastocó. Las piezas encajaron, el puzle de
su vida cobró sentido, estaba llena, completa. Se sentía eufórica, en una nube,
como si esos finos retazos en lo alto significasen de repente algo maravilloso,
una buena señal. Sintió sus labios rojos curvándose, las comisuras de sus ojos
elevarse, y sonrió. Sin siquiera poder evitarlo, una ráfaga de aire atacó
inesperadamente su sombrero, su pelo largo inundó su vista de color café, y lo
perdió, perdió esa maravillosa visión. Se sonrojó, tembló, no podía permitirlo,
no podía dejarlo escapar, no ahora, tenía que recuperarlo. Se arrancó, comenzó
a correr, sintió sus tacones retumbando, su corazón bombeando mucho más rápido
de lo que había ido jamás, su vestido revoloteando. Cruzó la ciudad guiada por
una premonición. “Casualidades”, se repetía, “casualidades”.
Él
se guiaba por su instinto, náufrago de la noche, buscador de sueños. Corrió con
su imagen en la cabeza, corrió sin mirar atrás, atravesó parques, saltó
charcos, paró coches a punto de ser atropellado. Le daba igual, la vida no
tenía sentido sin ella, era lo único que sabía. Tenía que encontrarla, tenía
que decírselo. Apartaba a la gente, tan insignificante, tan pequeña en
comparación con un corazón tan grande, tan lleno de vida, tan ilusionado. Rodeó
puestos, saltó, en el proceso, los muros de su alma.
Ella
esquivaba personas a su vez, ligera como un pajarillo, perdida entre
pensamientos de anhelo, de sentirse encontrada, de necesitar encontrarse en él.
Alargó un brazo sin aminorar la marcha, su cabello ondeaba con la fiereza de un
barco de vela en una tempestad, cogió una capa mal colgada de un puesto
callejero, escuchó gritos, escuchó pasos, le dio igual, se rió a carcajadas sin
aliento, se rió soltando toda esa rabia acumulada, todo ese miedo escondido, se
rió de lo absurdo de la situación, de lo poco que nadie lo comprendía. Y en su
cabeza una única imagen, un solo pensamiento, una convergencia de colores y
texturas: él.
Murmullos a gritos de pasos agigantados por el final
esperado, lluvia, cabellos húmedos, sudor frío, tiritonas, ropas pegadas,
sentimientos demasiado grandes para cuerpos tan diminutos. De repente, la
visión volvió, la imagen, real, clara, precisa y en movimiento. Ella dobló una
esquina, derrapando, él salió de una bocacalle, sin aliento, y sucedió. Se
miraron, se vieron como si fueran a desaparecer en cualquier momento de nuevo,
atrapados el uno en el otro, como si quisieran desgastar sus imágenes, tan
perfectas cuando se juntaban, maravillosas. Se acercaron, se rozaron, descargas
eléctricas los invadieron, respiración entrecortada, sonrisas de satisfacción
en los labios, de reconocimiento. Juntaron en el aire sus respiraciones,
acercaron sus húmedas bocas, sonrieron, sonrieron de verdad por primera vez y,
antes de que se besaran, un segundo antes de que lo inevitable sucediera y el
mundo despertase por vez primera, él susurró: “Te amo".