domingo, 9 de noviembre de 2014

Haciendo historia.

Caminaban juntos a lo largo de las mojadas calles, sin rozarse siquiera, pero sintiendo la electricidad que emanaba de sus cuerpos, la conexión intangible entre ambos. A través de las empedradas paredes, oían los susurros de miles de años de sabiduría, que hacían retumbar sus jóvenes corazones a cada paso que daban. Ambos estaban emocionados, ambos con esa necesidad de tocarse, de sentirse, de saberse arrullado por los brazos del otro, de convertirse en uno solo. Estaban ateridos de frío, podían notar cómo la ropa se les pegaba a la piel, el frío viento golpeando sus rostros sin piedad, el cabello revuelto. Y ese brillo en sus ojos, ese que no les quitaba nadie. Se imaginaron mil situaciones distintas en una milésima de segundo, se imaginaron en medio de un desierto lleno de gente, en una gran y extraña paradoja, en un desliz mental. De repente, comenzó a llover. Las finas y heladas gotas de lluvia se colaron entre la ropa de ella, y sintió descender un pedazo de alma de una nube pasajera por su desnuda espalda, gris como la tormenta de su interior, rápida como sus manos. Se miraron y sus pieles se erizaron. Ella sonrió como si se sintiera segura. Él le dedicó una mirada de estremecimiento. Otra gota se posó sobre los labios del joven, solitaria y transparente, adecuada para ese momento, perdida entre hermanas gemelas que siguieron su ejemplo. Cada vez llovía con más fuerza, las ropas húmedas, el pelo pegado, la risa desprendiéndose de sus bocas, los pies que bailaban, la gente que miraba, su indiferencia ante el mundo, sus manos volando, los ojos al galope en el cuerpo del otro. Y llegó, y se cogieron de las manos, y empezaron a dar vueltas, y echaron carreras, pisando charcos, comiéndose la ciudad, viviendo, sintiéndose plenos. Pararon en su último aliento, oyendo sus agitadas respiraciones, observando sus exhalaciones juntarse en un enredado lazo en medio de los dos, cuerpos firmes separados solo por la intensa lluvia, por pequeñas formas de agua fantasmagórica. Y se regalaron ese momento, compartieron ese aliento tan especial en ese preciso segundo, decidieron convertir un mal día en un instante mágico, en algo tan maravilloso que escapaba a la razón, en algo que solo ellos eran capaces de comprender y nadie más podría guardar. Nunca unos ojos volvieron a observar nada igual, fue como un llanto de alegría, como tocar frenéticamente tu canción favorita, como la profundidad del océano, como la sonrisa de la Mona Lisa, como una puesta de sol o una noche de verano. Fue incomparable. Fue eterno. Fue suyo y de nadie más. Y se podría decir que fue algo grabado a fuego, que aquellos dos insignificantes individuos, con sus comunes vidas, con sus banales nombres que nada significaban en los libros, con sus fallos y sus defectos, como simples criaturas, hicieron historia.