Caminaban
juntos a lo largo de las mojadas calles, sin rozarse siquiera, pero sintiendo
la electricidad que emanaba de sus cuerpos, la conexión intangible entre ambos.
A través de las empedradas paredes, oían los susurros de miles de años de
sabiduría, que hacían retumbar sus jóvenes corazones a cada paso que daban.
Ambos estaban emocionados, ambos con esa necesidad de tocarse, de sentirse, de
saberse arrullado por los brazos del otro, de convertirse en uno solo. Estaban
ateridos de frío, podían notar cómo la ropa se les pegaba a la piel, el frío
viento golpeando sus rostros sin piedad, el cabello revuelto. Y ese brillo en
sus ojos, ese que no les quitaba nadie. Se imaginaron mil situaciones distintas
en una milésima de segundo, se imaginaron en medio de un desierto lleno de
gente, en una gran y extraña paradoja, en un desliz mental. De repente, comenzó
a llover. Las finas y heladas gotas de lluvia se colaron entre la ropa de ella,
y sintió descender un pedazo de alma de una nube pasajera por su desnuda
espalda, gris como la tormenta de su interior, rápida como sus manos. Se
miraron y sus pieles se erizaron. Ella sonrió como si se sintiera segura. Él le
dedicó una mirada de estremecimiento. Otra gota se posó sobre los labios del joven,
solitaria y transparente, adecuada para ese momento, perdida entre hermanas
gemelas que siguieron su ejemplo. Cada vez llovía con más fuerza, las ropas
húmedas, el pelo pegado, la risa desprendiéndose de sus bocas, los pies que
bailaban, la gente que miraba, su indiferencia ante el mundo, sus manos
volando, los ojos al galope en el cuerpo del otro. Y llegó, y se cogieron de
las manos, y empezaron a dar vueltas, y echaron carreras, pisando charcos,
comiéndose la ciudad, viviendo, sintiéndose plenos. Pararon en su último
aliento, oyendo sus agitadas respiraciones, observando sus exhalaciones
juntarse en un enredado lazo en medio de los dos, cuerpos firmes separados solo
por la intensa lluvia, por pequeñas formas de agua fantasmagórica. Y se
regalaron ese momento, compartieron ese aliento tan especial en ese preciso segundo,
decidieron convertir un mal día en un instante mágico, en algo tan maravilloso
que escapaba a la razón, en algo que solo ellos eran capaces de comprender y
nadie más podría guardar. Nunca unos ojos volvieron a observar nada igual, fue
como un llanto de alegría, como tocar frenéticamente tu canción favorita, como
la profundidad del océano, como la sonrisa de la Mona Lisa, como una puesta de
sol o una noche de verano. Fue incomparable. Fue eterno. Fue suyo y de nadie
más. Y se podría decir que fue algo grabado a fuego, que aquellos dos insignificantes
individuos, con sus comunes vidas, con sus banales nombres que nada
significaban en los libros, con sus fallos y sus defectos, como simples
criaturas, hicieron historia.