lunes, 2 de diciembre de 2013

Frozen.


Volvía a casa de una jornada de duro trabajo. Su cara reflejaba la saciedad que sentía últimamente de la vida, el rápido y temible paso de los años. Dejó las llaves en la mesa del recibidor y se deshizo de la maraña de cosas que llevaba entre los brazos. Fue a echar un vistazo al salón. Su marido tenía la vista fija en la televisión, lata de cerveza en mano, y parecía tan ensimismado en el programa que estaba viendo que no se había dado cuenta de su llegada. No se molestó en hacer notar su presencia. Llevaba así muchos años y aquello
no iba a cambiar ahora. Se preparó un sándwich y se lo fue comiendo mientras sacaba documentos y archivos que debía resolver. Antes de enfrascarse en aburridas lecturas fiscales, decidió dedicarse los primeros cinco minutos a sí misma que había tenido en mucho tiempo. Se quitó los zapatos y se sentó en el alféizar de la ventana de su habitación, haciendo gala de una antigua costumbre adolescente. Y ese inocente pensamiento vino acompañado de más recuerdos. Recuerdos inesperados que ya creía olvidados. Una sonrisa torcida. Largos dedos que tocan un piano. Una melodía. Las lágrimas acudieron a sus ojos sin avisar. Una profunda melancolía y la incertidumbre de un paradero desconocido llenaron su pecho de dolor. Había algunas cosas que el tiempo no había logrado curar. Después pensó en ese tren, en los tristes colores que había tenido ese día, en sus ojos la última vez que se habían visto. Y descubrió que hacía mucho tiempo que su vida no era feliz, que se había acabado casando con un hombre al que no amaba, para tener cosas que no necesitaba y un trabajo del que no disfrutaba. Sentía que tenía una vida tan vacía, que sintió pena, mezclada de tal odio y repulsión hacia sí misma que creía que estallaría. Lo único que quería era cruzarse con él, como si fuese un día cualquiera, de una vida cualquiera, en una ciudad cualquiera. Coincidir. Como había sucedido aquel caluroso día de mayo. Necesitaba verlo. Daría cualquier cosa por volver a aquella época, a aquel amor adolescente del que nadie daba nada, por el cual las personas que más quería en el mundo le habían dado la espalda, y nunca más había recuperado. Para al final haberlo perdido todo. Qué irónica es la vida a veces, qué cruel. Bajó los pies del alféizar de la ventana y se levantó. Caminó sumida en sus pensamientos hasta la puerta, en sus recuerdos. La abrió y la cerró por última vez. No llegó a despedirse. No dijo nada, nunca decía nada. Jamás volvió. 


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