martes, 28 de febrero de 2012

Ariadna.


Aquella noche no tenía nada de especial. Era una noche cualquiera de una día cualquiera. Se bajó del coche y se quedó parada contemplando el magnífico espectáculo que era aquella mansión. Hacía ya mucho tiempo que no experimentaba aquella sensación de pequeñez, de insignificancia. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se ajustó la chaqueta y comenzó a andar hacia aquella casa que había sido su hogar durante demasiados años. Las hojas secas crujían bajo sus pies y el aire de la noche transportaba el olor de los rosales y los abedules, que ahora aparecían deslucidos, sin vida, sus siluetas recortadas en la oscuridad como formas fantasmagóricas. La fachada del edificio aparecía cubierta por la hiedra, que había acabado por invadir cada centímetro de la construcción sin que nadie se lo impidiera. Subió los escalones de piedra y empujó la puerta de madera, que chirrió como si se quejara de que la importunaran a aquellas horas de la noche.
Cuando abrió la puerta, no le gustó lo que vio. Todo en el interior de la mansión estaba cubierto por sábanas blancas: las estatuas, los grandes muebles, las lámparas de araña, los cuadros… absolutamente todo. Aunque no había mucha luz, ella reconoció cada estancia, cada rincón de la casa. Caminó al frente y subió las gastadas escaleras de caracol. Las descascarilladas paredes parecían seguirla con la mirada.
Cuando llegó arriba, sus pies la guiaron mecánicamente hacia la biblioteca. Todo seguía como la última vez que lo había visto. Empezó a tirar de las sábanas, descubriendo así uno de los mayores tesoros de aquella casa. Enormes estanterías cubrían las paredes, alzándose casi hasta el techo; en el centro, dos mesas de roble rodeadas por sillas de cuero completaban la estancia. Paseó las yemas de sus dedos por los antiguos lomos, rozándolos, casi con temor de que pudieran desvanecerse en cualquier momento, recordando tantas páginas devoradas, tantos libros olvidados… Se asomó a uno de los grandes ventanales y contempló durante un momento el paisaje del mar embravecido, las olas chocando contra las rocas, la espuma disipándose en el aire. Decidió salir de allí, aquello le estaba sentando peor de lo que había previsto. Salió al pasillo y apuró el paso, dispuesta a irse de allí cuanto antes. Definitivamente aquello no había sido una buena idea. Entonces, un recuerdo fugaz cruzó su mente: el susurro de una melodía conocida, una sonrisa amable, una sensación de libertad… Decidió echar un vistazo, al fin y al cabo, el daño ya estaba hecho. Volvió sobre sus pasos y giró a la izquierda, el olor característico de la habitación de baile inundó la sala. Nunca había olvidado ese aroma. Oyó el viento soplando entre los árboles, susurrante. Avanzó a tientas hacia el elegante piano, lo descubrió. Aspiró hondo, durante años habría dado cualquier cosa por hacer lo que ahora. Tocó suavemente cada tecla del piano y oyó cómo resonaban las notas en el cuarto vacío y silencioso. Ella no sabía tocar, pero sólo la visión de aquel instrumento la hacía estremecer. Miró la pieza con una mezcla de respeto y nostalgia, recordando… Lentamente, se dirigió hacia el objeto más importante, más increíble, el que más valoraba de aquella casa: el tocadiscos. Le quitó la sábana, abrió la tapa y colocó la aguja. La música empezó a sonar. Su cuerpo reaccionó ante ella. Sus pies adquirieron vida propia, como empujados por un resorte. Al principio despacio, cada vez más deprisa. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación. Sintió sus brazos danzar al ritmo de la música, compensando el peso de su cuerpo. Visualizó cada paso, cada apoyo, cada movimiento. Continuó incrementando la velocidad. Se sentía mejor que nunca, estaba maravillada. Sentía cada fibra de su ser, la melodía la envolvía, no podía parar. Giraba una y otra vez, avanzaba y retrocedía. Se mostraba salvaje y desenfrenada unas veces, asustada y escurridiza otras. Pasaba de sentir la alegría más infinita a la tristeza más profunda. Abandonó sus pensamientos y se dejó llevar por las emociones. De repente, todo cesó. Sintió un dolor lacerante en el brazo izquierdo. Se dejó caer hasta el suelo, apoyándose en la pared. Jadeando, abrió los ojos. Jamás había experimentado una sensación tan grandiosa como aquella. Volvió en sí, había oído algo, estaba segura. Un golpe sordo, provenía de detrás. Giró la cabeza, alerta. Deseó no haberlo hecho.
Nadie sabe realmente lo que pasó aquella noche. Alguien dijo haberla visto entrar en la mansión. Nadie la vio salir. Nadie se preocupó de entrar para ver lo que había sucedido. El asunto iba de unas manos a otras y todos se desentendían del tema. Lo cierto era que a la gente no le apetecía entrar en aquel sitio. Lo que sí hubo fue todo tipo de rumores. Unos creen que nada interrumpió su actividad y que la joven bailarina todavía sigue con su danza interminable. Otros dicen que el dolor de su brazo era un síntoma del posterior ataque al corazón que sufrió, provocado por la impresión que le causó lo que vio. Algunos afirman que se suicidó de forma involuntaria, ya que el dolor de su brazo fue debido a un golpe contra una ventana, que se rompió por el impacto y por la cual la chica perdió el equilibrio y se precipitó al fondo del mar; por lo cual, ella nunca habría llegado a oír ningún ruido. Pero la realidad es que nadie sabe qué fue de ella. Yo prefiero creer que sigue viva, o que al final escapó de algún modo de allí. Con el tiempo la noticia se fue olvidando, pero la gente todavía sigue evitando acercarse a aquella casa. De todas formas, a nadie le había importado nunca el asunto realmente, al fin y al cabo, ella siempre había sido una chica extraña que nunca pareció adaptarse allí. Además, estas cosas son sólo cuentos de hadas, ¿no?












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