jueves, 19 de julio de 2018

Renacimiento.

Poetas de carretera que cruzan mis venas al mismo ritmo que retumba en mis oídos cualquier canción desesperada de Sabina. Ves las caras de la gente, llenas de arrugas de no pensar, rostros sin sombra ni orgullo. El miedo de una sociedad de valores cenicientos, marcada por el ritmo de un piano que jamás volverá a son(ñ)ar, la maldición del siglo XXI. Solo piensas en tu oficio, aunque no traiga otro beneficio que el dinero, tan sangriento como ávidos de sangre son los trabajadores. Esos que no trabajan. Esos que harían cualquier cosa por la buena causa de sonreír ante la cámara del hambre. Esos, nosotros, que compramos ropa que nos venden en las pasarelas de la explotación, y vendemos momentos perfectos al precio de una vida insulsa. Pero yo sigo con mi ritmo. Mis poetas. Mis canciones de Sabina. Mientras mi mente me sostenga y mis pies me permitan volar por las calles de esta ciudad. Sigo creyendo en amistades de papel, en puños de la ira que llevamos dentro. Mientras el mundo no se acabe, se empiezan otras letras, otros ritmos, otros poetas, en alguna parte, en otra mente, en otra conciencia salvaje que se deje mecer por la melancolía de un mundo nuevo. Quizá no todo esté perdido y los ángeles suicidas de antaño hayan servido de aprendizaje a viejos perros pastor. Que guíen movimientos. Que muevan ideas. Que miren de frente a la tempestad que nunca va a estar en calma. Almas jóvenes pero rotas que todavía saben contar la historia de la esperanza, que sobrevive a base de preferir escupir palabras a disparar balas. Piratas sin botín de mares demasiado bravos, que sabrán salvar el camino guardado.


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