Nunca
sé cómo empezar las historias, nunca si llevan tu nombre impreso, garabatos de
tu esencia en mi mente, círculos infinitos de incongruencias que nunca
terminan. Osadía hecha pedazos, gaviotas que no saben hacia dónde van, ni hacia
dónde quieren ir. Y mientras, continúo observando el vaivén de las olas,
esperando respuestas que nunca van a llegar, quizá perdidas en el profundo
océano gris. Pienso en ti todos los días, sin excepción. Y siento que no me van
a aguantar los huesos de tanto ir y venir, que me estoy resquebrajando por
dentro, y que quizá no termine. Ya sé que tú no tenías intención de nada, que
la vida está hecha de intenciones, y de interpretaciones de esas intenciones.
Pero cada día que pasa me altera más esa libertad que emanas, o esas ganas de
vivir, o esa convicción de fragilidad que te tienes a ti mismo. Si es que no
has tenido que hacer nada, más que dejarte querer, y eso es precisamente lo que
peor se te da de todas las millones de cosas que se te podrían dar mal. Creo
que a mí me falta la razón que tú me has quitado en cada suspiro. Y creo
también que te gusta excesivamente apropiarte de emociones que no son tuyas,
sin tan siquiera plantearte lo que estás haciendo, como si las palabras fueran
un absurdo juego, como si tuviese que recordarme a mí misma que también
necesito respirar cuando estoy contigo, como si, de una vez por todas, pudiera
llegar a asumir todo lo que he dejado atrás, y todo lo que he vivido.
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